
Si hay una serie cuyo final (y muchos de los puntos intermedios) consigue hundir a la gente en la depresión (y que, a pesar de ello, uno se sienta feliz de haberla visto), es A dos metros bajo tierra. La serie de Alan Ball (guionista de American beauty y Cybill -Cybill Shepherd nunca había estado mejor) llevó el psicodrama a televisión de una forma que ninguna serie había conseguido. Y que casi nadie (en televisión) ha conseguido después, hasta que llegaron los ingleses de Skins.
Skins es la serie de adolescentes que no se parece a ninguna otra serie de adolescentes. Gossip Girl, dentro de su genialidad, juega en otra liga, y es que la diferencia entre el modo inglés y el americano queda aún más patente aquí que cuando “se enfrentan” en el campo de la comedia. Skins salió de la cabeza de Bryan Elsley (48 años) y Jamie Britain (22 años, hijo del anterior). Supongo que tener un guionista de 22 años para una serie cuyos personajes se supone que están a punto a de cumplir 19 tiene mucho que ver en que, dentro de la psicotronía de la serie, esté más pegada a la realidad que cualquier otra (y es que Gossip Girl es pura ciencia ficción).
Y es que nunca “Time to pretend” de MGMT sonó con tanto conocimiento de causa como al final de la segunda temporada de Skins (última con los protagonistas de las dos primeras), que puede que sea la serie postpúber con los estereotipos menos marcados. Como es obvio, en Skins tenemos al chico guapo, al chico loco, al adolescente con mala suerte, a la chica hermosa deseada por todos , a la cerebrito,la chica anoréxica y al chico gay. Pero en pocas series se ha visto que el loco sea el primero en el grupo en intentar buscar una vida de verdad, la cerebrito la primera en cagarla, la guapa en tener unos cuantos affaires con el chico de la mala suerte, y así hasta el infinito. Y con un capítulo dedicado a cada personaje, al pobre espectador le acaba ocurriendo lo mismo que con A dos metros: tarde o temprano, en algún momento te acabas identificando con todos, desde Cassie (la rubia anoréxica enamorada y drogadicta, ninfómana por momentos y adorable durante toda la serie) hasta Sid (el fracasado definitivo que acaba siendo protagonista absoluto de la serie y centro de todas las historias).
En Skins hay sexo, drogas, alcohol, fiestas, ilegalidad, exámenes, amor, muertes, abandonos y viajes (reales y mentales). Es decir, la vida real de cualquier adolescente, ligeramente exagerada y con musicón de fondo (esa persecución por las calles de Bristol, con un ataúd sobre el techo de un Mini y el “Ooops, I did it again” de Britney; la aparición de Crystal Castles en uno de los momentos más duros; Feist). Y si el final de la primera temporada (con número musical coral con tema de Cat Stevens incluido) deja a uno con un nudo considerable en la garganta, los últimos cuatro capítulos de la segunda son un no parar. Cualquiera que esté dispuesto a ver Skins la va a disfrutar como lo que es, una de las mejores series no-fantasía que se han hecho; pero es casi mejor verla en un momento de tu vida en que estés bien de ánimos. O, como la de Alan Ball, te hunde. Quedaras harto de llorar.